lunes, 19 de noviembre de 2012

¿Por qué donde hay confianza da asco?


Aparentemente, con los extraños nos comportamos con mayor tacto que con aquellas personas con las que mantenemos un trato más frecuente y aproximadamente de igual a igual. ¿Por qué lo hacemos así?

La respuesta a esta pregunta no se encuentra tan relacionada con las normas de urbanidad o de buena educación como con una incomprensión por nuestra parte de la correcta identificación del escenario en el qeu tiene lugar la interacción, algo que supone un error de enfoque que no sólo no nos aporta el menor beneficio, sino que nos arrastra al interior de un absurdo pozo de estrés.

Por ejemplo, una persona con la que en el centro de trabajo tenemos un enfrentamiento no se desvanecerá en el aire al terminar la jornada laboral. Se irá a su casa y al día siguiente, a la misma hora, la volveremos a tener delante de las narices. Con todo su resentimiento a cuestas. Y por añadidura, con su nueva estrategia para vengarse del daño que le hemos infligido, y lo hará, en función de su personalidad, en el corto, medio o largo plazo. Nos habremos ganado una estupenda espada de Damocles sin la menor necesidad.

En realidad, la diferencia de trato que damos a las personas más próximas durante un episodio de arranque de carácter se explica por la seguridad que creemos tener en la impunidad de nuestras acciones con personas a las que conocemos (o creemos conocer) a la perfección, sean padre, hermanos, hijos, compañeros de trabajo, jefes o subordinados. Lo cierto es que esa impunidad resulta vana de todo punto, y se corresponde con el hecho de que la hemos asociado a nuestra Zona de Confort (por zona de confort se entiende un espacio de comportamientos automáticos enmarcados en la fantasía de que dichos actos no suscitarán ningún tipo de respuesta que pueda causarnos ningún tipo de perjuicio).

Podemos mantenernos a salvo de los efectos adversos del punto concreto del área de confort que acabamos de comentar si nos tomamos la molestia de hacernos estas dos preguntas:

1. ¿Qué sucedería si dejase verbalizar sin reservas mi primer impulso emocional?
2. ¿Qué sucedería si evocase una lista de tres posibles consecuencias en el corto, medio y largo plazo?

Son dos preguntas que nos ahorrarán estrés, tiempo y, más que posiblemente, dinero.

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